La Guerra de Partidos

Durante mucho fue una sospecha fruto de la desconfianza, pero en los últimos años se ha convertido en algo, por triste que resulte, de sobra conocido. Hablamos del hecho de que en los partidos políticos españoles no existe la representación democrática, sino que son los propios líderes quienes transmiten su poder “a dedo”, convirtiendo lo que debería ser la elección libre y consensuada de los integrantes del partido en una delegación arbitraria y fruto de intereses más que personales. Por tanto, en lugar de ser el partido quien representa los intereses de sus integrantes, son sus integrantes los que se convierten en el instrumento representativo de los intereses del partido y, más concretamente, de los intereses de sus líderes.

Esto aleja al ciudadano del objetivo real de la representación política y provoca un derrumbamiento del espíritu democrático al convertir a los ciudadanos representados por dichos partidos en militantes, es decir, en soldados obligados a aceptar y obedecer las órdenes “de arriba” sin posibilidad de cuestionarlas porque dicen basarse en la defensa de los intereses de los mismos a los que, paradójicamente, están enviando a la guerra.

Y como no puede ser de otra forma, la representación política basada en la militancia deja de ser representativa para convertirse en una guerra de partidos; partidos bajo cuyas banderas los ciudadanos luchan entre sí por las migajas que, de los intereses de sus dirigentes, les resulten provechosas.

En otras palabras, una representación política inexistente, convierte a los representados en mera moneda de cambio; un requisito necesario para la consecución de los objetivos del partido pero prescindible para la conformación de los mismos. De tal modo que el papel del ciudadano que busca representación política se limita al amoldamiento de su conciencia a los ideales prefijados, a conciencias, de partidos que en mayor o menor medida coincidirán con los suyos, mas nunca lo representarán plenamente ni le permitirán formar parte en la conformación de dichos ideales. De esta manera, los partidos ya no se fundamentan en el consenso y el acuerdo entre diferentes conciencias que comparten un mismo fin, sino que son los propios partidos los que determinan la conciencia a adoptar para esos fines. Conciencia a la que el ciudadano debe amoldarse si desea tener alguna posibilidad de conseguir representación política, hipotecando así su propia conciencia.

Todo esto viene a significar que los partidos políticos fijan los fines que persiguen y los medios con los que lograrlos, de manera que el que persiga los mismos fines debe aceptar esos medios aunque no los comparta, e incluso, aunque sean contrarios al fin pretendido. Así, al igual que los soldados de dos facciones opuestas se disparan mutuamente por orden de sus comandantes, sin poder poner en duda dichas órdenes, los ciudadanos han quedado reducidos a meros instrumentos de partido cuyo único deber consiste en defenderlo frente a otros partidos, creando así la idea de militante entre sus miembros y convirtiendo la representación política en un acto de guerra sin ningún otro fin que la consecución del poder.

–Unrated–.